Crítica de La larga marcha
Excelente distopía que da toda una lección de cómo una buena historia es suficiente para atrapar y hacer sentir.
Biopic que se queda algo a medio de lo que pretende, pero gana puntos por intentar no hacer lo de siempre
Calificación: ⭐⭐⭐⭐
Deliver me from nowhere sigue la línea de sacar biopics de cantantes que se estrellan en taquilla, pero al menos no es la típica sosería descafeinada como aquella infame caricatura blanqueada de Freddy Mercury que ni recuerdo cómo se titulaba. Eso no significa que Deliver me… no esté desnatada, pero algo es algo.
En este caso, la película se centra en el año de la vida de Bruce Springsteen durante el cual compuso Nebraska, un disco oscuro, deprimente y auténtico, para el que no quiso gira, publicidad o poner siquiera su rostro en el álbum, justo antes de su momento de estrellato con Born in the USA.
Una decisión muy arriesgada como película, que retrata otra decisión artística arriesgada y que me parece el mayor acierto de la película, porque se convierte así en una especie de Cara B de la vida personal y artística de Bruce. Justo lo que no esperas, lo que no es de película.
Eso ya tiene mérito y supongo que los ejecutivos de Disney se parecerán al de la discográfica en esa escena en la que escucha deprimido la maqueta de Nebraska, sabiendo el poco éxito comercial que tendría y cómo se puede escapar la posibilidad de que Bruce Springsteen se convierta en estrella internacional.
La historia se centra en un tema tabú en los ochenta, la depresión, la enfermedad mental, la relación con un padre que también la sufre y la pasa a la siguiente generación. Y especialmente, retrata cómo la única estrategia contra eso en el caso masculino es callarse, alcoholizarse y fumar hasta que algo te lleve, amargándote la vida y amargándosela a los demás.
Springsteen cae en eso tan tópico de las películas americanas de los pecados del padre y se convierte en un hombre callado e inalcanzable emocionalmente, que hace lo mejor posible con lo que tiene. Coge todo ese dolor, lo mira a la cara y lo convierte en arte, que no le salva ni le cura, que sigue dejando un reguero de víctimas como su novia de entonces, pero de alguna manera proporciona algo parecido a un consuelo. O al menos, en el grito que no es capaz de expresar de otro modo.
Esta película hace bueno el dicho de que los hombres hacemos absolutamente todo, excepto ir a terapia. Afortunadamente, y gracias a la relación con su manager John Landau, Bruce acepta ayuda profesional, sale del abismo y cierra un poco, sólo un poco, el que también le separa de su padre.
Una historia bajonera por dónde la mires que hace lo mejor posible, que te olvides de escenas épicas y conciertos multitudinarios con el Born in the USA tronando cinemáticamente.
Eso dejará algo perplejos a los fans y aburridos a los espectadores casuales, convirtiendo la película en esa cara B de la que hablaba. Y es que, si quieres retratar la depresión y la enfermedad mental de una manera mínimamente veraz, es imposible hacerla cinematográfica, no queda bien, no es lo que quieres ver, sino de lo quieres escapar cuando vas al cine.
Y me parece genial, pero el problema es que el guion, especialmente en los diálogos, no acaban de rematar la faena, lo que convierte al retrato de la depresión y la oscuridad en una sucesión de primeros planos observando el infinito en silencio con ojos de soldado que ha vuelto de la guerra. Un poco tópico, pero no puedes innovar si quieres ser fiel.
Un ejemplo de la falta de remate es esa relación entre Landau y Springsteen, que no acaba de dibujar el contexto necesario para entenderla y, sobre todo, sentirla.
Lo cierto es que no voy a negar que otro reto del guion es no desdibujar lo que viene a ser la realidad de la amistad masculina, especialmente en los ochenta, donde estar estás para lo que sea y, si es necesario, tus amigos cruzarán el país contigo o llegarán con una patada voladora a la pelea. Pero hablar no hablas durante todos esos kilómetros y entender entiendes más bien nada.
Que los hombres no lloran y esas cosas que se cantaban entonces y, cuando eso sucede, sólo queda la perplejidad de no entender lo que pasa ni poder expresarlo.
Todo eso hace que la historia no cuadre del todo lo que quiere contar, que se quede en un quiero llegar, pero no puedo.
Al final, el tiro sale un poco desviado y, paradójicamente, eso envía la película por el camino de en medio más olvidable, al que tampoco es que puedas reprocharle demasiadas cosas. Eso me la deja en tres estrellas.
No gustará, no triunfará porque no hace concesiones, porque en los últimos minutos, se podría haber coronado el clímax con ese Born in the USA en el apogeo del concierto final, pero no. Aquí hemos venido a hablar de Nebraska, así que simplemente, se ignora el concierto y se centra en el después. Eso sí, tampoco le encajará a la crítica, pero al menos dice lo que quería, aunque sea de manera imperfecta.
Para mí gana otro punto cuando muestra el proceso creativo como es: exento de glamour, un tipo solo y decaído intentando sacar lo que lleva dentro y encerrarlo entre acordes y estrofas, sin que eso sea salvación de nada. Afortunadamente, no tergiversan ni romantizan dicho proceso creativo, como suele pasar, con epifanías ni mierdas que queden bien en pantalla, porque el arte es maravilloso, pero no cuando lo estás pariendo.
Por todo eso y no ceder a lo fácil, le pongo otra estrella, esa de porque me da la gana.